2021-05-03

CIPER ACADÉMICO | El retorno de los campamentos: Cinco mitos que oscurecen el debate

Por Miguel Pérez, académico Antropología, y Cristóbal Palma, antropólogo UAH.

El aumento de los campamentos es una de las malas noticias de estos años. La columna argumenta que una serie de mitos nos impiden comprender lo que ocurre en ellos. Por ejemplo, contra lo que se piensa, no son lugares caóticos sino espacios con organización vecinal; no solo los habitan personas en extrema pobreza, sino una diversidad de trabajadores y trabajadoras, con distintos motivos para estar ahí. Por último, argumentan que los campamentos no son un problema en sí: son una solución que encuentran las personas para limitaciones estructurales de la sociedad, que son los verdaderos problemas. Entre ellos destacan la crisis de acceso a la vivienda generada por el encarecimiento del precio del suelo; el alto costo de los arriendos y las limitantes del modelo subsidiario de producción de vivienda.

Esta columna nace de las investigaciones etnográficas en campamentos que hemos realizado en el marco del Proyecto FONDECYT Regular 1210743, el Proyecto Anillos SOC180033, así como gracias al apoyo recibido desde el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, COES.
Los autores no trabajan, comparten o reciben financiamiento de ninguna compañía u organización que pudiera beneficiarse de este artículo. Además, no deben transparentar ninguna militancia política ni afiliación relevante más allá de su condición de académicos.

A fines de marzo del presente año, TECHO y la Fundación Vivienda dieron a conocer su Catastro Nacional de Campamentos (CES 2021) con cifras alarmantes. Según el reporte, actualmente viven 81.643 familias en 969 asentamientos autoconstruidos, cifra muy por sobre las 47.050 familias que residían en los 802 campamentos existentes en 2019. En términos porcentuales, esta alza implica que, en solo dos años, el número de familias aumento en un 73,5%. Por su parte, la cantidad de asentamientos creció un 20,3%.

El catastro también da cuenta de crecientes procesos de diversificación étnica y cultural al interior de estos espacios. En efecto, cerca del 30% de las familias son migrantes, destacando las regiones de Antofagasta y la Región Metropolitana en donde, respectivamente, el 66,68% y el 56,84% de los grupos familiares son de origen extranjero. Si bien la crisis económica derivada de la pandemia por Covid-19 ha tenido un claro efecto en el incremento de estas ocupaciones, el catastro demuestra que el alza se remonta a 2011, año en que cerca de 27.000 familias vivían en este tipo de asentamientos. El fenómeno, entonces, se explica menos por una recesión económica coyuntural que por una prolongada crisis de acceso a la vivienda materializada en “altas barreras de entrada al sistema financiero para acceder a una vivienda formal y la prevalencia de situaciones de hacinamiento, allegamiento y arriendo informal y/o abusivo” (CES 2021; ver también, Pérez 2017; 2018); crisis habitacional que, según estimaciones, tiene a 600 mil hogares sin una vivienda (Diario Financiero 2021).

El considerable aumento de familias viviendo en asentamientos autoconstruidos, así como la diversificación cultural de estas, se da un periodo de relativo desinterés de las ciencias sociales por caracterizar conceptual y teóricamente los campamentos. Dicha desatención se explica por dos fenómenos concurrentes: primero, por el éxito cuantitativo de las políticas de vivienda subsidiada –especialmente durante los primeros gobiernos de la transición—, lo que implicó no solo una reducción importante de las ocupaciones de terrenos en las grandes ciudades del país (Ducci 1997; Márquez 2004), sino también la consideración del campamento como una realidad residual que, eventualmente, desaparecería; segundo, por la desactivación política de las movilizaciones por la vivienda articuladas en torno a tomas de suelo, modalidad de acción colectiva que dio origen al movimiento de pobladores a mediados del Siglo XX (Angelcos and Pérez 2017). ¿Cómo, entonces, interpretar el retorno de los campamentos cuando, al momento de discutir las principales características de este fenómeno, parece no existir una actualización conceptual en el debate público?

Basado en nuestras propias investigaciones etnográficas sobre el movimientos de pobladores (Angelcos and Pérez 2017; Pérez 2017; 2018) y la presencia de migrantes en este tipo de asentamientos (Palma and Pérez 2020; Pérez and Palma Forthcoming), en esta columna buscamos contribuir a la comprensión de los campamentos—en especial de aquellos étnicamente diversos—reflexionado críticamente sobre lo que en lenguaje coloquial llamamos “mitos”; es decir, un relato alterado de la realidad que circulan en torno a ellos. [1]

Tal como el antropólogo norteamericano Willian Mangin (1967) advirtiera en los sesenta, creemos que el debate público sobre los campamentos se encuentra atravesado por entendimientos parciales, marginalistas y de vocación totalizante; perspectivas que, en su reiteración, no solo oscurecen las realidades diversas que adquiere la experiencia de habitar en ellos, sino también actualizan paradigmas que despojan de agencia y capacidad de acción a los residentes. Una revisión sucinta de estas aproximaciones nos ayudará a discutir los mitos a través de los que se busca explicar el “problema” de los campamentos.

EL CAMPAMENTO EN LAS CIENCIAS SOCIALES

A mediados del siglo XX, las ciudades de la región crecieron aceleradamente por el arribo de masas campesinas, fenómeno que promovió la aparición de ocupaciones irregulares del suelo. En ese periodo, las entonces llamados “poblaciones callampas” estuvieron en el centro del debate público y académico. Una de las perspectivas con mayor impacto en la política pública chilena, la Teoría de la Marginalidad, pensó estos espacios como “áreas ecológicas marginales” resultante de la imposibilidad de habitantes estructuralmente marginados para acceder e integrarse a la ciudad formal (Vekemans 1969; Vekemans, Giusti, and Silva 1970). Los campamentos eran vistos como un “problema” a resolver por los estados nacionales pues, se decía, aglutinaban individuos “al borde de la incorporación objetiva [a la sociedad]”, caracterizados por su atomización y falta de integración al colectivo social (Vekemans 1969, 52). Dicha forma residencial fue imaginada como caldo de cultivo para proyectos radicales de izquierda o, en el peor de los casos, como propulsor de formas inorgánicas de violencia (Vekemans 1969; cf. Bonilla 1970).

La perspectiva marginalista fue fuertemente criticada por quienes vieron en los campamentos una posibilidad cierta de construir insurgencias políticas. Al notar sus crecientes niveles de organización y politización—especialmente durante la Unidad Popular—, los campamentos fueron examinados  como una forma residencial capaz de crear  nuevas formas de acción colectiva articuladas en torno a la demanda de derechos urbanos (Castells 1973; Giusti 1973; Pastrana and Threlfall 1974). Fenómenos similares fueron observados en otras ciudades latinoamericanas (Mangin 1967; Turner 1968; Perlman 1976; Adler Lomnitz 1977). En su análisis del caso peruano, Mangin (1967) afirmaba que, más que un “problema”, las barriadas aparecían como una “solución” práctica para quienes, incapaces de acceder a la vivienda a través del mercado, realizaban su derecho a la vivienda a través de la autoconstrucción. Además, estos asentamientos tendrían otras contribuciones a la vida urbana como, por ejemplo, ayudar a la urbanización de la periferia, dinamizar económicamente los márgenes de las ciudades y permitir la producción y multiplicación del capital social entre pobres urbanos.

Tal como el antropólogo norteamericano Willian Mangin, creemos que el debate público sobre los campamentos se encuentra atravesado por entendimientos parciales, marginalistas y de vocación totalizante; perspectivas que no solo oscurecen las realidades diversas, sino también actualizan paradigmas que despojan de agencia y capacidad de acción a los residentes

Inspirados por estos últimos enfoques, en nuestros estudios etnográficos en campamentos nos hemos propuesto cuestionar las miradas marginalistas relevando la contribución práctica de estos espacios a la vida cotidiana de los migrantes. El campamento es, ciertamente, resultado objetivo de procesos estructurales de exclusión a grupos vulnerables quienes, por determinantes sociales y económicas, no pueden acceder a la vivienda formal, ya sea en propiedad o en arriendo. Durante gran parte del Siglo XX, tanto en Chile como en el resto de América Latina, el reconocimiento de los asentamientos autoconstruidos como manifestación concreta de la exclusión movilizó a amplios sectores de la población, trayendo consigo la generación de políticas públicas directamente enfocadas en resolver la problemática habitacional (Angelcos and Pérez 2017). Pero la función social del campamento no se agota en encarnar residencialmente la desigualdad. Por ejemplo, en nuestra investigación hemos dado cuenta de que  los migrantes latinoamericanos, aun reconociendo dichos procesos de exclusión, piensan el campamento como una forma residencial que, con todas sus vulnerabilidades, permite materializar tanto sus aspiraciones de permanencia en Chile como sus deseos de integración urbana y social (p. ej. Palma and Pérez 2020; Pérez and Palma Forthcoming;).

El campamento se constituye, entonces, como un tipo de habitación por el que los migrantes significan su condición de pobreza imaginando modos alternativos de ciudadanía basados en la residencia aun cuando, para ello, deban lidiar con aspectos como la inseguridad en la tenencia del suelo o el acceso a precario a servicios básicos. Dicho de otro modo, para los migrantes el campamento es parte de un proceso movilizado por la esperanza de incorporarse a Chile, pese a los costos de inseguridad y la precariedad que tienen los campamentos.

CINCO MITOS

Desde nuestro punto de vista, cualquier pretensión por comprender cabalmente el fenómeno de los campamentos debe partir por abrazar las maneras en que sus residentes perciben y significan sus vidas en ellos. En esa tarea, nos hemos visto compelidos a confrontar una serie de mitos que, en los discursos públicos, tienden a reproducir el carácter “problemático” del campamento.

El efecto práctico de esta perspectiva es que proliferan narrativas que asumen que el “problema” a resolver es la existencia misma de los campamentos y no las causas estructurales que explican su emergencia. Así, se desplaza el foco de intervención desde las causas (crisis de la vivienda) a los efectos (aparición de campamentos). De esta constatación, cinco son los mitos que más resuenan en el actual debate público y teórico:

  1. “Los campamentos crecen por la mayor presencia de migrantes en el país”

Según datos del Instituto Nacional de Estadística (2020), el porcentaje de migrantes creció de un 4,4% a 8,4% entre 2017 y 2020. No obstante, los catastros de TECHO y el MINVU demuestran que la tendencia al alza de las familias en campamentos comienza en 2011, mucho antes del incremento de migrantes en el país. Además, en el periodo de mayor llegada de extranjeros al país, la presencia porcentual de este grupo en los campamentos ha sido prácticamente la misma (cercano al 30%). Los migrantes, por tanto, no son el actor principal que participa en la ocupación de terrenos ni que explican el crecimiento en el volumen de los campamentos.

  1. “Los campamentos son esencialmente caóticos y desorganizados”

En nuestras investigaciones hemos dado cuenta que la vida social en los campamentos es altamente organizada, aun cuando ello no redunda necesariamente en la existencia de organizaciones políticas formales o en la articulación de discursos reivindicativos. Sus residentes, lejos de estar atomizados, se hacen participes de los asuntos colectivos del asentamiento, buscando soluciones —con distintos grados de involucramiento— a problemas como el acceso a los suministros básicos, el diálogo con las autoridades, etc. Otros estudios realizados en contextos de pandemia reafirman este punto. Acuña et al. (2020)  muestra cómo las mismas comunidades son capaces autogestionar el riesgo al contagio a partir de respuestas colectivas y solidarias. La supuesta desorganización de los campamentos, idea que fundó los programas de intervención inspirados en la Teoría de la Marginalidad, continúa, como en el pasado, siendo insuficiente para comprender los campamentos contemporáneos.

  1. “Sus habitantes están en el fondo de la escala social y representan la cultura de la pobreza”

Trabajos clásicos y contemporáneos han demostrado los campamentos son sociológicamente diversos, no siendo la extrema pobreza una categoría que defina necesariamente a todos sus residentes (p. ej. Castells 1973; Brain, Prieto, and Sabatini 2010). Esa diversidad implica que entre sus habitantes encontramos distintas ocupaciones laborales—desde obreros calificados hasta trabajadores informales—, así como distintas aspiraciones y expectativas. Algunos conciben el campamento como una solución temporal mientras postulan a subsidios habitacionales; otros, como los migrantes, ven en el campamento la materialización de un proyecto de permanencia que estaría imposibilitado en otras modalidades residenciales mediadas por el arriendo por las determinantes económicas que estas imponen. Los campamentos nacen de la acción de sujetos sociológicamente heterogéneos que, más que portar “cultura de la pobreza” (Lewis 1961), significan de maneras diversas sus vidas en estos asentamientos.

  1. “En el campamento solo hay mediaguas”

Los campamentos son espacios altamente dinámicos, ya que los procesos de autoconstrucción de barrios vienen acompañados de la formación de nuevas subjetividades políticas y de la dinamización económica de la periferia urbana (Holston 2008; Caldeira 2017). En nuestra propia observación, hemos notado la producción de una variedad extremadamente rica y compleja de sociabilidades y economías expresada en microemprendimientos alimentarios, de belleza, de cuidados, entre otros. Al mismo tiempo, sus residentes construyen nuevas ciudadanías por las articulan demandas al Estado respecto a su situación residencial (acceso a servicios, mejoramiento de calles, etc.). Los campamentos ni son una mera aglomeración de viviendas “informales” ni se desarrollan al margen del Estado y el mercado.

  1. “Quienes llegan al campamento son expulsados de otras formas residenciales”

La crisis habitacional ciertamente fuerza a vastos segmentos de la población a vivir precariamente en la ciudad. Sin embargo, los habitantes de los campamentos no son “más” expulsados de la vivienda formal que los allegados que residen en patios traseros o que los migrantes que habitan en conventillos u otras modalidades de arriendo precario. Todos ellos son caras distintas del mismo fenómeno: una crisis de acceso a la vivienda resultante del encarecimiento del precio del suelo, el alto costo de los arriendos y las limitantes del modelo subsidiario de producción de vivienda.

Concebir el campamento solo como resultado de una “expulsión” implica despojar a sus residentes de toda agencia o capacidad de acción. Ello trae como consecuencia negar la posibilidad de pensar esta forma residencial como una estrategia—incluso con todas sus precariedades—usada por grupos excluidos para, por ejemplo, acceder a la geografía de oportunidades (Brain, Prieto, and Sabatini 2010) o, en el caso de los migrantes, para pensar formas alternativas de incorporación (Pérez and Palma Forthcoming).

EL FUTURO DE LOS CAMPAMENTOS

Bajo la consideración de que la ocupación irregular del espacio no es únicamente un efecto de la “expulsión” del mercado de vivienda, sino que también es resultado de la agencia y las capacidades de creación y reclamo espacial de sus habitantes, en esta columna hemos sugerido algunos puntos de reflexión sobre el “problema” del campamento cuestionando algunos mitos que, en nuestra opinión, oscurecen la diversidad y la complejidad de estos asentamientos.

El retorno del campamento al debate público nos exige una apertura de mirada sobre las formas de vida que allí se producen, así como cuestionar las soluciones políticas tradicionales que han sido elaboradas a partir de estos mitos.

Ante esto, surgen preguntas como: ¿Los campamentos tienen la posibilidad de transformares en asentamientos permanentes, en barrios “formalizados” o la única solución es erradicarlos? ¿Es el carácter “informal” de las ocupaciones permanente o, más bien, pueden sus nuevos y antiguos residentes permitir la articulación de nuevas demandas reivindicativas que cuestionen las categorías de formalidad/informalidad con las que se suele describir estos espacios?

Este último aspecto tiene un largo antecedente en América Latina. Como señala la antropóloga brasileña Teresa Caldeira (2017), la informalidad no está inscrita en el destino de los asentamientos de la periferia urbana, sino que su carácter depende, en gran medida, de la voluntad política de los actores institucionales y la fuerza negociadora de los propios ciudadanos. En ese sentido, despejando algunos mitos sobre los campamentos, podremos discutir sus características actuales—como aquellas asociadas a la migración—y elaborar nuevas soluciones políticas que permitan una integración que se haga cargo de las aspiraciones y contribuciones de los habitantes de campamentos a la ciudad y la sociedad. Para ello, la participación de dichos actores en el debate público es la primera urgencia.

 

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